El "Yo",
pseudoproblema?
Carlos Alberto Zapata Cerda
Barullo, entrelazamiento y dispersión, o bien unión,
¿por qué deseo demorar mi estancia en
una azarosa
Marco Aurelio, Meditaciones
|
||
1. De mí
Hace poco divagaba acerca
de algo así como de «mí mismo», entonces alguien muy moderno me decía que
hablar del «yo», era un «pseudoproblema» no porque fuera algo superado, pues
argumentaba con fundamento que era un tema bien tratado por las profundidades
literarias, es decir, como problema filosófico un poco anticuado, hacerlo ahora
era más bien demasiado vago, reticente a las manos del intelectual, quizás en
última instancia tan nuestro, tan de todos, que no valía la pena darle más
vueltas o hacer un análisis serio que suscitara reflexiones satisfactorias.
Baladí.
Entonces, me justifiqué, dije que somos cartesianos y toda la filosofía
después de Descartes no era sino su reverso, que San Agustín era antes que
aquél y Heidegger me suena a éste, y si no tiene sentido que bueno. Me fui
retorciendo en el yo, uno vacuo, sin sentido, el viejo y costroso yo. Hubiera
bastado decir que hablaba de mí - para darle la razón.
La vida, el mundo, yo consigo, en el mundo, su sentido, la
muerte, ¿para qué tratar de esto si uno nunca se topa claramente con ellos? A
menos que uno pase por cursi o por poco inteligente, no se dice: ¡Ah mira La
vida! ¡Oh, mi Muerte! Sin embargo, uno vive-en-el-mundo-consigo-con-otros-siente-muere.
Es desde cualquier punto de vista incuestionable. Así pues, de todos modos es
un poco necio tratar de convertir lo evidente en un problema. ¿Para qué? «Filosofía»
dirían los poco entendidos que lo llevan todo pegado a sí, al paso, al día;
pseudo problemas dicen los instruidos que quizá a veces quisieran comprender con
rigor y al mismo tiempo vivir ese goce irreflexivo.
Por mi parte, seguramente porque soy «yo» no soy ni lo uno ni lo otro, en el momento entiendo lo que leo o escucho, pronto olvido lo que aprendo pero creo llevarlo encima, como el maestro de Zenón de Citio, Estilpón, del cual cuentan en alguna parte que habiendo perdido familia y posesiones, decía que no le faltaba nada pues todo lo llevaba consigo; a veces me asaltan en lo nocturno y me decido a lo Montaigne. En suma, no soy ni yo ni «sí mismo» pero el yo dice un paria descubriéndose a sí mismo, es lo único. «Pero no se trata de que el ego «sea» todo, sino que «destruye» todo, sólo el Yo que se aniquila a sí mismo, el Yo que nunca «es», el Yo «finito», es realmente Yo» (Stirner, 2007, p. 184). ¿Hablar de mí es filosofía? En verdad, poco importa. Se dice que antes no había «yo», no había algo
así como una subjetividad o una consciencia de las que Sócrates fue el anuncio.
En San Agustín hay un «protogito» y en el camino los romanos y su cultivo del «sí
mismo» (Foucault, 2002). La coincidencia estética entre la inquietud de sí y la
vida cotidiana, o entre el «sujeto» cognoscente y el sujeto de la acción fueron
después reabsorbidos por el yo.
Así de sobrevuelo, esto dice nada, sin embargo, considero que es
lo único de lo que se puede hablar
con propiedad. Pseudoproblema o no, lo que está en juego cuando hablo del yo de
«mí mismo» es, desde mi punto de vista, la posibilidad de la vida.
2. De cómo filosofar es aprender a
morir
Se trataría de un ejercicio de pensar nada más con lo que se
lleva a cuestas. Para los antiguos, pensar rigurosamente con ese
fardo no dejaría de ser un ejercicio filosófico grave, con cierta ironía pero sin
tomaduras de pelo. Filosofía de la vida dice tanto como botánica de las plantas (Heidegger, 2003, p. 68).
Claro que
este Tifón difiere mucho de aquello, pues no podría considerar un error el
alimento de mis nodrizas, ni aceptar gustoso la costumbre, dado que bajo de mí
no hay un dominio teórico coherente, no podría hacer un Τὰ εἰς ἑαυτόν, o
convencerme de un orden del mundo, tampoco pretendo mostrarme tal cual soy o
llevar a cabo una cuidadosa meditación para darme una bella forma, levantarme
diariamente para ser mejor diciéndome: «me despierto para hacer obra de hombre» (Aurelio,
1999, p. 97). Negación tras negación, si acaso tratara explícitamente de llevar
a cabo un ejercicio espiritual, no puedo pensarme ni como sí mismo ni como yo,
ni desde lo antiguo ni desde lo moderno, por así decirlo.
De todos modos, esto no es pura anécdota ni la búsqueda de un indiscutible fundamento, sino apenas un primer paso que tiende al intento por asumir mi peso, abdicar ante lo que me viene dado para entonces quizá tratar de sobreponerme a mí mismo. ¿Desde dónde puedo hacerlo? Sin ir más atrás ni más cerca, más bien en suspenso, si me concentro, me viene dado pensar bajo el cúmulo de mis experiencias acerca de mi relación como hombre en el mundo. Primeramente, yo se me vuelve ajeno pero peculiar, y desde donde lo veo me resulta tan irrepresentable como lo masa, un lugar vacío, o mejor, un no-lugar que suena, sordo y todo, como singularidad: un hecho bruto que se concibe –según nuestras formas heredadas del cristianismo- por pujanza, es decir, mediante un repliegue o giro reflexivo, un volver a sí desde afuera hacia dentro (lo mismo pues no habría tales determinaciones espaciales) pero que en éste caso no se topa sino con su pura nulidad, no hay nada en ese interior que me trascienda, no hay nada siquiera que me asegure que soy, no soy yo ni por inferencia. Un yo nada que tampoco se conoce a sí mismo, que vuelve a sí para darse cuenta de que no es diferente a nadie. La singularidad es el yo que al volver a sí se encuentra con su propia nulidad o muerte, desatinado es capaz de sufrir una inquietud, en el darse cuenta reconocerse único, nada y mortal. Yo en éste sentido podría ser al menos una pretensión. Si hay un hecho que me inquiete tanto como mi propia muerte, podría ser un abismo de sentido, aspecto que también se reúne en mi-yo, donde lo infinitesimal se confunde con la infinita posibilidad o ausencia de un mismo sentido. Giro reflexivo (pujanza, pretensión). Seguir el camino filosófico del conocerse a sí mismo, de volver a sí, reivindicar para sí la posesión de sí mismo, de mostrarse a sí, implicaría al tiempo que la ausencia de un lugar o asidero, una perplejidad, una extrema inquietud hecha mía, mi nulidad, mi muerte, es decir, estoy «yo» que muero, soy nada y no sé. Me topo entonces con antiguos pseudoproblemas: inquietud de sí y cuidado de la muerte. Ahora bien, si se trata «de cómo filosofar es aprender a morir», lo cual implicaría un saber vivir, este trasfondo discursivo del «yo» tendría que ser al mismo tiempo un ethos, o mejor lo que ese logos tendría que ser, una vez hecho mío, meditado, pronunciado, confrontado en mí, es la ocasión para construir una manera de ser y de comportarme en consonancia con la pretensión de singularidad producto de mi ansia por salir de la parálisis de la confrontación con mi mismidad. La singularidad, decía, es pretender salir a flote del abismo entre la ausencia de horizonte (donde « ¿para qué? » es « ¡para nada! ») y la posibilidad de actuar, vivir o responder. Pues de
entrada preguntarme sobre mi singularidad, es cuestionar también mi humanidad,
como condición existencial podría ser el sentimiento compartido de vacío con
cualquier otro que no obstante es esencialmente distinto a mí, pensar la muerte
desde el otro que también muere, sentir su ausencia, pensar la muerte de un ser
como algo fundamentalmente humano,
mundano, como una condición; la pregunta así formulada también me sitúa en la
distancia entre mi unicidad, la posible integridad de cualquier otro, y la necesidad
más fundamental que tengo de éste.
Si yo te
doy atenciones y cuidados, es porque te quiero, es porque encuentro en ti el
alimento de mi corazón, la satisfacción de mi deseo; si te amo, no es por amor
a un ser superior de quien seas la encarnación consagrada, no es porque vea en
ti a un fantasma y adivine un Espíritu; te amo por el goce; es a ti a quien amo
porque tu esencia no es nada superior, no es ni más elevada ni más general que
tú; es única como tú mismo, porque tú lo eres (Stirner, 2007, p. 50).
3. De mundo
Ahora bien, siempre
todo cupo en lo mundo: armonía, conocimiento, enigma, hostilidad, pecado,
podredumbre, posible, supuesto, sueño, a priori, extensión, circunspección,
infinitud, apropiación, desaprensión, facticidad, objeto, representación,
fisicidad, naturaleza, azar, humanidad, sacralidad, tierra, suelo, etc. Si
pensase en el mundo, a veces me vendría algo como una metrópoli moderna,
multicultural, algo bastante violento, veloz, una figura mediatizada,
interconectada por hilos invisibles, ajena a mí salvo porque diariamente hago
abstracción del maldito tráfico vehicular tomándolo como reflejo de la condición
humana y por las peroratas de los que vomitan bilis o almíbar sobre la
situación mundial. De otro modo lo reduzco a mi paso, lugar donde quepo en
detalle, donde me muevo imperceptible y carnoso, en mí. ¡A mí qué me importa el
mundo!, quienes me conocen lo saben.
¿Qué lugar tengo yo ahí? «Ich bin» («yo soy») quiere decir, a su
vez, habito» (Heidegger,
2003, p. 76). Lo que podría decir
es que aunque es absorbido por el mundo y su existencia es tan legítima, ya no
digamos como un árbol, sino como la de un televisor, aquél yo no se reduce al
mundo, ni reduce el mundo a sí. Por su parte veo que en algo así como el mundo solo
se vislumbra la perspectiva de un fin y la búsqueda de su origen: el yo es milenarista,
nostálgico del mundo y entre más se conoce más se disuelve su idea.
No me parece tan mal que la gente hable de sí y trate de
sobreponerse con cierto rigor, pero si en ocasiones interiorizo mi muerte y efectivamente
muera un poco, en verdad me parecería terrible (o indiferente) que todo el
mundo, según me viene aquí, aprendiera a morir, y de ahí a decir algo
provechoso sobre la manera de relacionarme con el mundo, es otra cosa. Se me
ocurre que los antiguos edificaban al hablar de sí mismos y si bien no
pretendían demostrar la certeza sobre su visión del mundo, lograban sentirse
tan bien en sus zapatos que les gustaba ganar algunos adeptos a su causa. Por
otra parte, muy difícil sería mostrar ideas nítidas sobre el mundo dentro de
algunas modernas tentativas de reconstruir «yoes», es más, probablemente una cosa
excluye a la otra.
Se dice por ejemplo, que bajo cada pensamiento de las «Meditaciones»
de Marco Aurelio, aún sea tan breve como una línea, subyace toda la doctrina (física,
ética, lógica) de los estoicos. Heredero directo de aquélla tradición, muy
diferente sería el caso de Montaigne, que mostrándose a sí mismo podría
ejemplificar el extraño lugar del humano
en el mundo sin que por ello se encuentre una figura precisa de éste, o mejor,
muestra la manera en que el yo descubre un lugar en el que se siente cómodo y
al mismo tiempo la integridad y la ausencia de un mundo.
Sus interpretaciones no carecen de precisión, y cada experimento
implica un bagaje enorme compuesto de las más variadas piezas que sólo le
sirven para crear una cosmovisión particularmente auténtica, no obstante sus
meditaciones filosóficas sirven poco para hablar gravemente de filosofía,
podría decirse con llaneza que eso sería
hablar de yo como otro, de otro yo.
Desde ahí me parece que hay una afrenta al yo. No es mi intención
mostrarme a mí mismo, pues sobre todo soy un yo, aunque con la rémora de un sí
mismo. Si esto forma parte de un incipiente intento de meditación puedo ver que
de algún modo me sitúo un poco distante y al mismo tiempo estoy en juego. Lo
atribuyo al azar y otro tanto a mis intenciones, a la pretensión de pensar al
yo, a mí, con cierto sentido, provechosamente, filosóficamente. Pero esto no va
más allá de un intento por dar rienda suelta a la sola intuición de la
posibilidad de recrear-me, salvar-me. Es decir, de tratar de entender lo que se
interpone entre el mostrarme a mí mismo y el pensarme, en medio, ni bajo ni sobre mi pensamiento, entre, digámoslo así,
una estética de la existencia y un razonamiento filosófico.
En otras palabras, salvo el pudor y la precaución, mi equipaje
limitado y mi talante, aunque esto no fuera un Τὰ εἰς ἑαυτόν con precisión ni reuniera los
requisitos indispensables para ello, lo que digo es que difícilmente un
ejercicio espiritual al estilo antiguo que necesariamente careciera de una
razón procedimental o de una coherencia doctrinal que permitiera abrir una
perspectiva estética, expuestas con propiedad, podría tomarse como algo más que
mala literatura.
Por lo demás, antes de mostrarme a mí mismo tendría que pensar no
tanto para qué sino cómo hacerlo y desde dónde, está claro desde dónde y cómo
lo hacía Epicteto, pero parece que más que hacerlo sin más como una manera de
reivindicar un modo de entender la filosofía, también busco justificar mi
propósito; quiero también que resulte interesante, lo cual me dice que mi
pensar sobre mí mismo se encuentra sujeto a la aprobación y que ser precavido
implica una idea de dignidad, que yo me tomo como un ejemplo de la especie, un
tipo promedio pero peculiar. Todo esto se interpone como en medio de un tufillo
confesional y de aquí quizá la hostilidad.
Mantente a ti mismo en juego: más que un problema cabal, bien podría tratarse de una sentencia oracular. Experimento lo que pienso y mi pensamiento me piensa, estoy a su merced y me desplaza, me suspende sobre nada para intentar sobreponerme. En el Único,
el poseedor vuelve a la nada creadora de la que ha salido. Todo ser superior a
Mí, sea Dios o sea el Hombre, se debilita ante el sentimiento de mi unicidad, y
palidece al solo de esa consciencia. Si yo baso mi causa en Mí, el Único, mi
causa reposa sobre su creador efímero y perecedero que se consume a sí mismo, y
Yo puedo decir: “Yo he basado mi causa en Nada” (Stirner,
2007, p. 371).
Referencias
TAYLOR, CH. (2006). Las Fuentes del yo, Barcelona: Paidós.
MARCO AURELIO (1999). Meditaciones, Madrid: Gredos.
HEIDEGGER, M.
(2003). Ser y Tiempo. Madrid: Trotta.
STIRNER, M. (2007). El único y su propiedad, Buenos Aires: Reconstruir.
FOUCAULT, M. (2002). Hermeneútica del sujeto. México:
Fondo de Cultura Económica.
|
|